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Mi pequeño paraíso inclinado de papel

Mi pequeño paraíso inclinado de papel

¿Qué vínculo existe entre el barrio de las Letras de Madrid y una ciudad soviética fantasma en los confines del mundo?¿Qué nexo de unión tiene el retrato de la esposa de un pintor romántico inglés con un marinero de la armada sueca desaparecido en plena travesía por el mar del Norte?¿Qué relación existe entre Newton y una vieja tumba extraviada en el antiguo cementerio londinense de Bunhill Fields?¿Qué conexión puede tener una octogenaria sueca que ha vivido toda su vida en el barrio de Gamla Stand con la tumba de José Canalejas, presidente del Consejo de Ministros asesinado por una anarquista en Madrid en 1912?¿Nada?¿O quizás todo?¿Se trata del caprichoso azar o de una sinfonía donde cada nota ocupa su lugar perfecto?

Tú decides.

RESEÑA

Con los libros pasa como con el vino. Un lector entrenado detecta en pocas páginas
cuando una obra brilla, al igual que sucede con un sumiller o un adiestrado catador de
vinos cuando se enfrentan a un buen caldo. Pero también sucede algo curioso. Muchos,
como le pasa por ejemplo a quien escribe estas líneas, no tenemos un paladar educado ni
sabemos detectar las sutilezas, pero, cuando catamos un buen vino, sabemos que lo es.
No me pregunten por qué.
Lo mismo pasa con un buen libro. Se nota. Se siente. Se disfruta. Es una especie
magia, una conexión extraña que emana de las páginas del libro y que une
inexorablemente al lector, entrenado o no, con la historia que se está contando, que se
está viviendo, que se está leyendo.
No exagero si digo que esto sucede con Mi pequeño paraíso inclinado de papel, la
extraordinaria propuesta literaria del autor alicantino Joaquín Sabater, recientemente
publicada por la Editorial Círculo Rojo. Por supuesto, es complicado explicar el motivo
sin desvelar nada de la trama, pero intentaré hacer algo.
En primer lugar, quiero destacar el maravilloso y emotivo homenaje que el autor
hace al mundo de los libros, un mundo al que muchos nos hemos entregado en cuerpo y
alma. Por ejemplo, cuando narra que Nicolás, el protagonista, tras la muerte de su padre
y su renacer vital —después de divorciarse de su esposa—, se traslada a vivir a la casa
de su infancia, la casa de sus abuelos —situada, para más inri, en el barrio de las letras
de Madrid— y comienza a catalogar con esmero y dedicación la gran colección de
libros que estos habían dejado, compuesta, especialmente, por obras de ciencia. O la
extraordinaria escena en la que recuerda aquellos estupendos domingos de su infancia
en los que, juntos a sus abuelos, visitaba los «clónicos» tenderetes de libros de la Cuesta
de Moyano. Un auténtico paraíso de nostalgia y papel al que regresará tras renacer de
sus cenizas… O cuando su abuelo le instaba a hurgar y rebuscar por aquellos tenderetes
en busca de algún incunable o algún libro especial al que ni siquiera los libreros le
hubiesen dado importancia. O la inexplicable sensación que se siente cuando se
consigue un libro que uno lleva mucho tiempo buscando…
Solo quien ama a estos pequeños objetos de celulosa manchados de tinta podrá
entender el tremendo alcance emocional de estos pasajes.
Es precisamente en la Cuesta de Moyano donde arranca esta espiral hitchcockiana
que es Mi pequeño paraíso inclinado de papel. Y arranca, como no podía ser menos,
con un libro, Reglas de los cinco órdenes de arquitectura, de Vignola —no se pierdan,
si leen la novela, algo que deben hacer, el regateo con el librero—. A partir de ese
momento, y como consecuencia de unas extrañas palabras escritas en una de las guardas
del libro, Nicolás se lanza a un apasionante y misterioso viaje que le llevará a terrenos
absolutamente insospechados, que por supuesto, como usted comprenderá, no pienso
desvelar.
Sea como fuere, a partir de ese momento, lo que parecía una algo típica trama a lo
Paul Auster —el clásico arquetipo del treintañero amargado, con un pasado complicado
que aún lastra su existencia y una mujer a la que soporta aún menos que a su familia
política, hasta que un día decide romper con todo y con todos y rehacer su vida—,
cambia radicalmente de rollo y se convierte en una trepidante aventura, sabia y
adecuadamente sazonada con la historia personal de Nicolás, el protagonista, y la nueva

vida que comienza a vivir, gracias a un sensacional descubrimiento y a haber tomado
por fin las riendas de su destino.
Les puedo asegurar, queridos lectores, que las 500 páginas del libro se les pasarán en
un santiamén. Y eso, ojo, puede parecer fácil, pero es extremadamente difícil
conseguirlo. Y más en estos tiempos en los que prima lo efímero, lo rápido, lo
inmediato; tiempos en los que hasta los aficionados/adictos a las letras perdemos la
paciencia si en las primeras cincuenta páginas de un libro no consigue engancharnos.
Este libro lo consigue, y lo hace gracias a la buena pluma de Joaquín Sabater, que teje
una complicada trama de situaciones que arrastran al lector a continuar leyendo; pero
también porque demuestra una habilidad descomunal para construir cachito a cachito
unos personajes tan ricos y poliédricos como la propia novela. Sin duda, es una de sus
principales bazas: la construcción, dosificada pero efectiva y audaz de los seres que
pululan por estas letras.
Desde una perspectiva puramente formal, la novela destaca tanto por la minuciosa y
detallista descripción de lugares y situaciones como por la peculiar estructura que el
autor construye, en un acelerado in crescendo que nos conduce lenta pero
inexorablemente al final —y qué final—, alternando historias paralelas y jugando con
los espacios y los tiempos.
Y todo esto sin olvidar el exquisito y metódico trabajo de documentación y de
investigación histórica y literaria que Joaquín Sabater ha tenido que realizar para
contextualizar las diferentes tramas concatenadas de la novela.
Por supuesto, la novela también tiene varias lecturas existenciales interesantes,
aunque, personalmente, me quedo con algo que supone el inicio de esta historia y, casi
por definición, el inicio de muchas de las mejores historias literarias. Me refiero a como
la vida, a veces —siendo optimista—, nos pone en situaciones tan desconcertantes
como inevitables —por ejemplo, la primera escena de la novela, cuando el protagonista
asiste hastiado al entierro de un padre al que no reconocía como propio; una escena
introductoria, por cierto, realmente magistral—, casi siempre como consecuencia de
dejarnos arrastrar por esa empinada cuesta que es la existencia, de la que muy pocos
huyen, y que nos acaba convirtiendo, por desidia o por cobardía, en alguien
irreconocible, incluso por nosotros mismos. Cuesta mucho tomar conciencia de esto, y
cuando se toma, si se toma, solo parece haber dos soluciones: aceptar con resignación la
desdicha vital y dejarse llevar por la corriente, hasta que nos ahoguemos; o romper con
todo y renacer cual Ave Fénix. Cuántas novelas no comienzan con esta terrible y
existencial disyuntiva…
En resumidas cuentas, y ya concluyendo, se puede afirmar sin ninguna duda que Mi
pequeño paraíso inclinado de papel es una grata sorpresa y todo un soplo de aire fresco
en la narrativa española contemporánea. Absolutamente recomendable.


Fdo. Un milites lux

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